Alforjas Cercanas I: no tan Vieytes y algo más…

Alforjas Cercanas I : Campo Santa Clara

La primera mención del Campo Santa Clara, la escuchamos en Chimangos: Maxi me dijo hablá con tal que tiene un lindo lugar para acampar o pasar el día. Una posterior visita de observación y algunos diálogos digitales nos terminaron convenciendo de hacer una visita alforjera.

Sin embargo, en ninguna de las conversaciones previas nos mencionaron el Altillo Clausurado. Absolutamente en ninguna.

Arrancamos a pedalear el sábado con febo ascendiendo a las 10 de la mañana entre nubes molestas. Correas, Bavio con parada gastronómica para el momento y para la cena, Payró; y recién unos km antes de Vieytes, dimos con el cartel que anunciaba “Santa Clara”.

Los 150 metros de ingreso auguraban un lindo lugar: donde abunda la vegetación, el otoño sienta bien. La casona se presentó imponente y bella, con aires de principios del siglo pasado, y una leve estética ferroviara.

Mariano nos recibió con la amabilidad que corresponde a la vida campera. Improvisó una recorrida por la casa, y me mostró los antiguos y generosos espacios; y los proyectos a futuro. Las maderas bajo los pies crujen solemnes.

En el hall central, una escalera de pintor llevaba al altillo. “No te digo que subas, porque es inseguro” –me dijo y pensé que hablaba de la escalera. No era así.

Sobre el flanco derecho, en el exterior de la suntuosa casona, hay otra escalera. Es fija, de hierro oxidado con algunos firuletes; estilo caracol de tres vueltas. El ascenso termina en una puerta. La puerta estaba cerrada y sin picaporte.

Indagué sobre el tema: ¿qué hay detrás de la puerta, se comunica con el interior?, y luego de excusas elegantes, me contó una historia acerca de residentes de otra época. Residentes que aún lo hacen. Tenebrosa.

Armamos carpas. Casi en un mismo acto, tomamos unos mates, juntamos unas ramas, unos troncos; y comenzamos con el hipnótico ritual del fuego: un círculo de humanos alrededor del calor compartiendo una copa y una charla variopinta.

Esa fue la previa para que Agustín diera rienda suelta a su sapiencia gastronómica y nos agasajara en un evento cárnico que hizo bien al alma. Panza llena, corazón contento; y pintó nocturna a Vieytes.

Y allí fuimos.
La opción de bares se bifurcó y elegimos el menos concurrido, que llenamos y copamos de inmediato. Mica y Virginia dieron vuelta un partido de porotos desparejos y Lucía y Gonzalo se quedaron mirando al vacío ¿Qué nos pasó? Suerte que no habíamos apostado.
Brindamos y bebimos con decencia, como buenos parroquianos; y emprendimos el regreso en tandas, conforme nos caía el sueño y el cansancio.

Los últimos hicimos una postal en el cartel de la estación del tren antes de volver al campo.

En el camino la niebla iba ganando terreno, una espesa niebla que cubría todo. Los últimos charlamos un par de cosas y cada cual a su carpa, menos Lavín y Lucía que optaron por dormir en el quincho con hogar de leños. Bien.

No podía conciliar el sueño, cuando comencé a sentir pasos. Carraspié para hacer notar esa hermandad en la oscuridad, pero los pasos fueron indiferentes a mi mensaje. Las hojas secas se partían en la noche. Me dije que debían ser o los perros o algunas ovejas que habían por allí; como excusa para poder dormir.
Sin embargo a mitad de la noche, junté coraje y ganas de ir al baño (una cosa trajo a la otra); y salí de la carpa. La niebla no dejaba ver más de cinco metros. Al salir del baño, entre ronquidos y ruidos de las carpas, escuché otra vez los pasos: miré y no había nadie. Entré a mi carpa y traté de dormir.

El domingo amanecimos temprano algunos y pudimos asistir a los primeros pasos de un cordero recién nacido. La naturaleza siempre te regala un momento.

La niebla tardaba en disiparse, así que nos amuchamos en el quincho y compartimos unos mates. En la charla me desayuné unos mates y el dato de no ser el único que escuchó los pasos. Le preguntamos a Mariano, y nos dijo que los perros no habían sido, porque estuvieron atados; y las ovejas tampoco, porque estaban con la tranquera cerrada. Había sido otra cosa. Ahí recordé la historia que me contó el día anterior, pero dado que algunos realmente tenían miedo, callé; y el dueño del lugar entendió que era conveniente no hablar. Y aunque tuve ganas de ir a constatar si la puerta del altillo estaba cerrada, no me animé.

Con una paciencia sin disimulo comenzamos a desarmar carpas y armar alforjas. Dejamos el campo con la promesa de volver cuando los días solares se alarguen.

Pasamos rápido por Payró y nos estacionamos en el Club Racing de Bavio. Allí se sumó John Bike.
En la espera de los platos, tuvieron lugar unos cotejos de de ping-pong: dejé que ganaran Martín y Bernardo, porque estaban con hambre y una derrota podría transformar sus ánimos, y no quería eso.
Dicen que en breve habrá un torneo con eliminación directa, dicen.

La comida del lugar merece un aplauso y una reverencia: Gustavo, el chef hizo magia ante un aluvión de comensales sin aviso.

Retornamos al plan de regreso y a pedalear. En Correas, parada de reagrupamiento, compartimos unos mates breves pero eficaces con el joven Pappo y la mesa lechucera.

A La Plata llegamos bien y contentos. Fue un gran fin de semana, nos queda pendiente el regreso; y tal vez, si nos atrevemos, ver qué hay detrás de esa puerta.

Gracias a todos, por compartir el momento.

Salud

Gonzalo LM