Vueltas por Hinojo

LA HORA

Las estrellas desaparecieron pronto tras la oscuridad que traía la tormenta más negra que la noche. El aire se volvió pesado e intensamente repleto de humedad y calor del enero enjuagado en vapor. Las novias vivían en Villa Mónica, cuyo caserío creció a la vera de una cantera calada en los cerros de Tandilia. Cinco kilómetros de caminata por la vía bastaban para llegar desde Hinojo. Pero si el trayecto se hacía desde la ruta era necesario recorrer siete kilómetros. Tres hasta el cruce donde está ubicado el cementerio de Hinojo, sobre la Ruta 226, dos más hasta el cruce de acceso a Villa Mónica, y desde allí los últimos dos mil metros finales, que siempre permanecieron destruidos, cual si los cráteres que lo habitasen estuvieran construidos desde la inauguración misma de la cinta asfáltica.
Las novias besaban amparadas por la noche de profundo terciopelo negro. Los ojos cerrados, las bocas abiertas, que se les iluminaban por momentos a través de los dibujos del cielo, anunciando la tormenta y el agua prominente. El estruendo de los truenos volvía presurosa a la tempestad, como si cabalgara enloquecida desde el Este. Se acercaba espantando las liebres, manteniendo a zorros en la madriguera, enloqueciendo a los grillos y asustando los pájaros. Podía olerse su perfume acompañado por coros de ranas, sapos impacientes y el grito infinito de chicharras locas.
Las novias besaban con vehemencia a sabiendas que la cita terminaba, pues en breve todo sería parte del aguacero. Temblaba el cielo y parecía iba a caerse. En medio de esos besos una de las novias ondulaba su cuerpo, al tiempo que abrazaba a su amante con fuerza. Ahora no solo el calor de la noche la mojaba, sino que las primeras gotas como aviso le tocaron la cara y las partes de piel descubiertas. Sin lugar a dudas Pucheta, uno de los novios, se despidió de esos besos. No porque quisiera, sino por el agua, rayos y centellas que lo acechaban. Con agilidad subió de un salto a su bicicleta para emprender rápidamente el regreso a Hinojo, tratando lo que parecía imposible: evitar la lluvia. Bajo un cielo arañado de heridas brillantes pedaleaba veloz ayudado por la pendiente de los cerros a su favor, bajando como si el mismo Diablo lo persiguiera.
Transitando la Ruta 226 las gotas empezaron a ser más grandes, por lo que sabía que de continuar hacia Hinojo iba a empaparse. Pensó en la estación de servicio, pero la descartó, ya que no tendría dónde refugiarse. Una buena opción era resguardarse bajo la gran arcada del cementerio. Pucheta en la intensa oscuridad de la noche se cobijó allí, debajo de la bóveda del gran portal. Toda la fachada de muros altos del cementerio de Hinojo, que está sobre la ruta, se erige como un monumento. Al medio posee una entrada imperial sostenida por dos robustas columnas. Luego está la puerta de hierro y vidrios, repartida en cuatro hojas grandes. Todo el frente simula una gran fortaleza. Pero no lo es tanto. El resto de las paredes que se ubican en el perímetro de un costado y atrás es cerrado, pero por un paredón de baja altura.
Pucheta por curiosidad tocó el picaporte de una de las hojas de la puerta, que con gran simpleza se abrió, de modo que pudo internarse en un descanso, un estar abierto pero bajo techo, que se ubica al ingresar al camposanto. Desde allí se inician todos los recorridos. En línea recta se encuentra el camino que conduce al osario, que alberga restos humanos. Es un gran cofre de cemento con una tapa, que al abrirlo da paso a un pozo inmenso en la tierra, que revela una pila de fémures, costillas, calaveras, restos humanos. Por sobre el cemento en la parte superior se constituye una cruz alta, marcando el área que muy pocos visitan, que sólo algunos conocen. A los costados del camino que se enfoca desde la entrada de la necrópolis, se pueden ver los panteones familiares del pueblo de Hinojo. Hacia la izquierda después de atravesar el descanso están los nichos más antiguos del cementerio, y hacia el frente de éstos, las tumbas en tierra que llegan hasta los límites donde está el paredón de baja altura que da al campo. Desde el descanso y a la derecha hay también toda una pared de nichos, que progresivamente cuentan la historia de los habitantes que residieron en Hinojo. Esas filas llegan hasta una esquina y desde ahí nace otra hacia atrás con más hileras de nichos.
Pucheta se resguardó de la tormenta en el descanso, no se movió de allí. A un lado y a otro tenía dos puertas de madera, donde se encuentran los depósitos de féretros, los que esperan ser ubicados en su tumba de tierra o nicho. Prontamente se dio cuenta que su providencia había sido la correcta. Estaba bajo techo, resguardado ante la empaliada de agua que empezó a cubrirlo todo, en medio de truenos y relámpagos, que enfriaron el enero e iluminaron el campo cosechado de los trigos y a las cruces blancas a su espalda. En cada impacto de luz eléctrica, las sombras de los panteones familiares, los ángeles tallados, los signos, las ramas de los álamos, parecía lo tocaban casi hasta erizarle la piel. Podía ver el reflejo en los vidrios de la puerta de entrada.
Tambucci que también estaba en Villa Mónica besando a la otra novia, debía regresar a Hinojo. Salió más tarde creyendo que podría evitar la tormenta. Esos minutos de retraso hicieron que estuviera pedaleando en su bicicleta a ciegas, salpicando agua bajo la intensa lluvia. Mojado hasta la sopa de la ropa y piel pensó que el cementerio podía ser un refugio pasajero, en tanto que el agua amainara para poder seguir. No veía bien por la oscuridad sumada al aguacero, que desde su pelo escurría directo a sus ojos. Estaba seguro de estar cerca del cementerio porque los relámpagos cada tanto podían mostrarle el frente. Así llegó a las puertas de entrada, consciente de saber que estaba allí, en una noche como esa. Una decisión que tomó solo para resguardarse, pero sin dejar de sentir un escalofrío que le recorría todo el cuerpo. Sentía frío. No a causa del agua en sus pantalones y camisa, sino por el lugar que le helaba la sangre. Trataba de pensar que era un muchacho valiente. Que no debía tener miedo y que la lluvia pararía pronto para poder reanudar su viaje hacia al pueblo.
Tambucci se quedó debajo de la arcada sin atreverse a mirar más allá. Ni siquiera tocó el picaporte para comprobar si el cementerio tenía la puerta con llave o si estaba abierto. Podía ver a través de los vidrios las luces de los relámpagos que le devolvían la proyección de siluetas negras, que sentía como lobregueces. Sólo escuchaba el sonido de la tormenta y de la lluvia torrencial. Estaba aferrado a su bicicleta con la mano derecha y con la otra trataba de escurrirse la ropa. Mientras lo hacía se preguntó a sí mismo en voz alta.
– ¿Quién sabe qué hora es?
– ¡Han de ser cerca de las 23:00! – Le contestaron desde atrás de la puerta de vidrio, pero casi en el oído.
Pucheta no pudo, ni tuvo tiempo de explicarle, ni decirle, que también estaba allí a metros de él, divididos por una puerta de vidrio. No hubo manera de aclararle. Tambucci esputó un grito aterrador y de un salto montó en su bicicleta, desapareciendo en la cortina de agua, cortando la lluvia y manteniendo el aliento hasta llegar al mismo centro del pueblo de Hinojo.

Del libro Hinojo entre cuentos, de Guillermo Cavia