Un destino de indio y algo más… 

.

.

Relato de Florencia

La última vez que cargué mi bici con las alforjas, el bolso estanco y la carpa terminé con la clavícula fracturada, una hemorragia interna cerebral, pulmonía por aspirar polvo, tres dientes rotos y mucha pero mucha tristeza y culpa. Me había preparado por mucho tiempo para pedalear la Carretera Austral, sabía que no iba a ser fácil pero tenía la determinación de que podría completar a mi ritmo los 1200 km de Patagonia chilena. Partí sola pero no lo estuve en ningún momento, rápidamente conocí a otrxs ciclistas con el mismo objetivo. Faltando poco para terminar la ruta, perdí el control de la bici y me caí. Era una bajada prolongada y muy pronunciada de ripio en mal estado, y yo llevaba mucho peso. A causa de mi caída, mi compañero Edu también se lastimó y debió suspender su viaje por un tiempo también. Posteriormente me enteré de que esa bajada ya había cosechado varios accidentes entre los ciclistas por su peligrosidad. Luego de cuatro días en el hospital y dos semanas de recuperación, envié a mi bici por encomienda de vuelta a casa y seguimos viaje como pudimos, porque el ansia de conocer siempre es más fuerte que el miedo. Me queda la duda de qué me hubiera pasado si hubiera estado sola en ese momento, probablemente no tendría la posibilidad de estar expresándome ahora, pero pienso que la experiencia del cicloturismo está para ser compartida, y eso es lo que representa La Loma.

El fin de semana largo por el feriado del 17 de agosto nos encontramos muy temprano en el punto de partida, con el conocimiento de que el pronóstico anunciaba lluvia pero con la convicción de que esa contingencia climática no iba a detenernos. En el camino voy identificando nombres con rostros, esta es mi segunda participación en La Loma y de a poco empiezo a conocer a sus integrantes. Observo cómo va equipado cada uno, cómo nos las arreglamos para meter arriba de la bici todo aquello que consideramos necesario para pedalear 160 km y acampar dos noches en la Reserva El Destino. Hacemos algunas paradas breves para abastecernos, y la última en una plaza en Magdalena para almorzar.

Cuando llegamos a la reserva me asombro, el lugar me parece bellísimo y muy pacífico. El color verde inunda mis ojos y comienzo a escuchar sonidos de aves que no sabía que existían. Me doy cuenta de que no hace falta alejarse muchos kilómetros de la ciudad de Buenos Aires para encontrar todo eso que venimos a buscar y que nos motiva a pedalear, sin que nos importe la lluvia, el viento, el frío, el barro y las leves subidas. Me pongo el chip en modo “camping” y me olvido de los espejos, de combinar la ropa con cierta armonía, y principalmente del stress y la sensación de urgencia. Este paréntesis de cicloturismo de fin de semana largo me recuerda una vez más, como cada vez que me alejo de las comodidades, que puedo sobrevivir con los pocos artefactos diseñados para estas circunstancias con tal de experimentar el placer de lo simple. Nadie me va a discutir que a un plato de fideos le encontramos mil sabores más en la ruta, que la ducha se convierte en el momento más relajante o que el cielo estrellado es un espectáculo más alucinante que Netflix.

[…] pero pienso que la experiencia del cicloturismo está para ser compartida, y eso es lo que representa La Loma.

El día domingo algunxs parten para Punta Indio, otrxs nos quedamos para conocer la reserva un poco más. Con Edu vamos al río, aprovechamos para sacar fotos y recorrer senderos. El barro formado por la lluvia del día anterior le agrega un poco de diversión, debemos meditar bien cada paso porque no queremos romper nada ni mojar la ropa que necesitamos para regresar. Hace mucho frío, pero no importa porque el Tucu se la pasó recolectando madera toda la tarde y planea encender un fuego. Con ayuda del brebaje inflamable del Porra, un inflador y un poco de WD40, la humedad queda vencida por la perseverancia. Agustín se hace cargo de la parrilla y pronto estamos comiendo unos sándwiches de carne y cerdo. Los relatos no se hacen esperar, La Loma abunda en anécdotas porque en sus quince años de existencia ha acumulado cientos de experiencias. Nos acostamos temprano porque el lunes nos espera la vuelta.

Como usuaria de un vehículo que implica exponer el cuerpo en la calle he ido identificando una serie de factores que dificultan el transporte. Entre los automovilistas que no respetan el metro y medio, los aeropuertos en general, el acoso callejero y los caminos difíciles la que más me cuesta superar, es el viento. ¿Cuándo esta pared invisible va a cambiar su dirección caprichosa para coincidir con la mía? Avanzamos lento pero con ritmo constante, nos detenemos a almorzar en Magdalena. Seguimos. Respiro hondo y recuerdo que mi rumbo es tan arbitrario como el viento, que ser ciclista significa mentalizarse para que acontezca cualquier eventualidad, que mejor miro el paisaje, las vacas, las ovejas, el horizonte, y sigo aprendiendo a adaptarme a lo que el camino disponga. Cada kilómetro recorrido es una prueba de que siempre se puede más, de que los límites están dentro de nuestra cabeza y que la bicicleta para nosotrxs, entre otras cosas, es el símbolo de la superación. Por más veces que me caiga siempre me voy a volver a subir a pedalear.

Agradezco a Martín por darme la posibilidad de expresarme en este espacio y a incentivarme a relatar mis experiencias como cicloturista.

.


.

Tangente: escapada a Punta Indio, por Amadeo

Salimos seis desde la Reserva con una misión específica: Conseguir algo pa’ tirar a la parrilla a la noche.

No estábamos muy seguros si el camino iba a ser un barrial tremendo o simplemente un barrial. Para nuestra sorpresa, era simplemente un poco de arena. Un poco bastante. La pedaleada hasta Punta Indio se hizo difícil y pesada. Teníamos viento en contra, las ruedas se enterraban pero igualmente le metimos.

Pedaleamos un rato largo hasta que empezamos a ver los primeros signos de civilización, y pasamos por la puerta de un supermercado llamado Oasis. (realmente lo es, en el medio de la nada). Sin parar ahí, seguimos hasta Punta Indio donde conocimos la estancia Santa Rita: antigua estancia donde vivió Carlos Casares (quien fue Gobernador de la Provincia de Buenos Aires) allá por 1875.

Esta parada turística nos costó el almuerzo en Punta Indio: cuando fuimos a buscar comida, todo estaba cerrado. Martín consultó con unos vecinos y adivinen a donde nos mandaron…

3 km pa’ tras. Al Oasis.

Pedaleamos hasta ahí y al entrar la desesperación del hambre nos hizo comprar de todito (ver foto grupal) para almorzar.
Ya con la carne en las alforjas, pedaleamos de vuelta para el camping donde la salida al río se nos frustró con una nube pasajera.
Esos kilómetros en arena fea valieron la pena: hubo “sanguchito” de bondiola para la cena.

Y como siempre con el grupo te llevas algún aprendizaje nuevo: yo, por lo menos, aprendí que tira más el hambre que la distancia final 😀